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Carlos Burgos |
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Despolitizar la universidad
“La irresponsabilidad de algunos partidos políticos que han intentado controlar la universidad y utilizarla como botín ha sido enorme en este aspecto. Ellos han contribuido en gran medida al progresivo desprestigio de la universidad pública”.
raíz de lo sucedido hace poco en la Universidad Central de Quito es importante poner nuevamente en el centro del debate público el problema de la “despolitización” de la universidad estatal en el Ecuador.
Es preciso aclarar que una universidad “despolitizada” no implica una universidad “apolítica”. La universidad no puede ser apolítica. En nuestro país, durante algún tiempo, se pusieron de moda las instituciones que privilegiaron la enseñanza superior “técnica”. Es un error pensar que la educación universitaria tiene que ver únicamente con la transmisión de una técnica y con la formación de profesionales eficientes en sus campos pero desentendidos de los problemas de su comunidad. La universidad, con mayor razón en un país como el nuestro, debe proporcionar, además del saber específico de cada campo, un espacio para el debate de ideas. Una de sus misiones principales es la de desarrollar en los alumnos una sensibilidad y una conciencia crítica sobre los problemas y carencias de su entorno. La política es en este sentido imprescindible.
Lamentablemente, en nuestras universidades la política ha tenido que ver más con la militancia y el fanatismo partidario que con el debate intelectual. La irresponsabilidad de algunos partidos políticos que han intentado controlar la universidad y utilizarla como botín ha sido enorme en este aspecto. Ellos han contribuido en gran medida al progresivo desprestigio de la universidad pública, la anulación de su autonomía y la creación de instituciones educativas más propicias a la piedra, el dogma moribundo o la pared pintarrajeada que a la idea, la reflexión o el debate crítico.
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Es importante entender que la educación superior es un privilegio que pocos tienen en el Ecuador. Resulta obvio entonces afirmar que el deber principal del alumno es estudiar y llevar responsablemente su carrera profesional. Es la única forma de devolver a la sociedad el sacrificio que ha hecho, pues la existencia de la universidad estatal es posible gracias al trabajo y esfuerzo de muchos en favor de unos pocos.
En este sentido, ya es hora de repensar el mito aquel que subraya la conveniencia de una universidad pública antielitista. Una universidad no debe abrir sus puertas indiscriminadamente a cualquiera que quiera entrar en ellas. Desde luego, esta no debe admitir o excluir a sus miembros en razón de su raza, su ideología política o su clase social. Ello, no obstante, no significa que no se deba seleccionar a sus integrantes en razón de sus aptitudes intelectuales.
La universidad, y más aún si es una institución que cuenta con pocos recursos, debe ser selectiva por naturaleza y aceptar únicamente a los estudiantes que está en condiciones de educar. Cuando por razones políticas o comerciales una universidad acepta más alumnos de los que puede (o contrata más profesores de los que puede pagar dignamente) el resultado es el inexorable desplome del nivel académico.
Es verdad que en un país como el nuestro un joven de clase media o alta recibe normalmente una mejor educación que uno de clase baja. Es una situación que pone en permanente condición de desventaja a los chicos con menos recursos. Esta realidad es dolorosa, sin duda, pero no se soluciona abriendo indiscriminadamente las puertas de la universidad, sino haciendo las correcciones correspondientes al sistema escolar dentro del sistema escolar. Una ingenua idea de democratización universitaria no es una salida viable. Una universidad que escoge con rigurosidad y justicia a sus miembros no deja de ser democrática por ser selectiva.
Para los que pensamos que el desarrollo tiene que ver no solo con la economía sino también con la educación, la universidad es una institución fundamental que hay que rescatar urgentemente.
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