Carlos A. Ycaza

Sueños y sonrisas

La presencia maternal –espiritual o física– va acompañada siempre de un estado místico de gracia, de comunidad integral y de fe en el potencial de un hijo.

E
En círculos periodísticos la cercanía al Día de la Madre conlleva la agobiante responsabilidad de reenfocar anualmente un tema que de por sí huele a naftalina, un olor que para una nueva generación es desconocido y que es mejor explicar. Años o décadas atrás eran bolitas con las que se guardaba la ropa que no se usaba comúnmente o que serviría para los hermanos menores, protegiéndola de la humedad y las polillas. Un ritual de rigor en los hogares que por lo general era responsabilidad de las mamás o de las abuelas, que escondían todo en recónditos rincones de roperos.

Tuve la suerte de criarme con mamá y abuela en una vieja casa de madera donde el aire acondicionado era desconocido y la brisa llegaba por amplias ventanas de chazas, con paredes divisorias en aposentos interiores que no llegaban al techo y uno que otro ventilador cuando los calores eran insoportables. Éramos cuatro hermanos, más papás, abuelos y dos empleadas puertas adentro que eran parte de la familia. Y un perro y varios gatos. Pero en una educación escolar de colegio religioso, el recuerdo de mis años de primaria no es muy feliz, porque ese olor de naftalina a veces se trasladaba a las clases con curas donde se hablaba demasiado del pecado, la muerte y el infierno. Además, no era un niño deportista –esto en una familia donde el tenis era parte de la vida diaria–, yo era más bien solitario y tenía siempre mis ojos en un horizonte distante que solo detectaba a una persona.

“¿En qué piensas?” era la pregunta común en mi madre. Nunca lo decía preocupada, más bien me hacía sentir con su curiosidad natural que ella era parte de las divagaciones de un hijo mayor que de repente comenzaba a descubrir mundos inalcanzables en los libros. Las palabras escritas poblaban mis secretos. Y allí estaba siempre, trayéndome de improviso –y no sé cómo, porque plata para libros era un lujo desmedido en mi hogar– lo que yo a veces veía en vitrinas y comentaba después. Los 16 volúmenes de la serie de Tarzán de los Monos. Los cuentos de misterio de Enid Blyton. Julio Verne y su Vuelta al mundo en 80 días.

Y por encima de todo Mark Twain. No ceo que otros libros hayan marcado esos años primerizos como Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Especialmente las lecciones de Huck y la educación para la vida, la amistad y el espíritu aventurero. No sé si mi madre también leyó todo esto. Los libros llegaban como alicientes para un niño que buscaba lo que no podía encontrar en otra parte. Sueños que solo compartía con ella, que en su rostro reflejaba una casi imperceptible satisfacción de la responsabilidad cumplida: estimular los intereses de sus hijos, por más lejanos y exóticos que sean.

A mis 20 años, ella estaba a mi lado en el almuerzo antes de mi viaje a Nueva York, la ciudad que se había infiltrado obsesivamente en mis objetivos. La vida continuaría allí, agarrado de una balsa como la de Huck Finn, en una espesa marea que parecía no tener fin. Esa última reunión familiar parecía un velorio, porque “los que se iban” nunca regresaban. Mi madre no parecía triste. Ella me estrechaba la mano hasta que salí del portón del aeropuerto a un vuelo de Lufthansa y miré para atrás. Esa sonrisa todavía está conmigo.

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